viernes, 3 de marzo de 2017

Origen de la palabra Eureka

Algunos grandes avances de la ciencia se han debido a un rapto de inspiración. El primer caso del que se tiene noticia se dio hace 2.250 años en Siracusa y revolucionó por completo el modo de pensar acerca de cómo medir volúmenes. Su protagonista fue Arquímedes, una de las mentes más preclaras de su tiempo, y su descubrimiento se produjo cuando trataba de solucionar un asunto peliagudo de posible fraude.

En 240 a.C. reinaba en Siracusa (Sicilia) el tirano Hierón II, que ordenó realizar una lujosa corona como tributo a los dioses. Para ello destinó una cantidad de oro puro que él mismo pesó meticulosamente. Al recibir la corona, sospechó que el orfebre había mezclado el oro con algún metal menos valioso. La sola idea de haber sido víctima de un engaño le enfurecía, pero no sabía cómo descubrirlo e hizo llamar a Arquímedes.

Arquímedes, quizá el mejor matemático del mundo antiguo y también un hábil ingeniero, siguió dando vueltas a la cuestión que le había planteado el soberano mientras se dirigía a los baños públicos a darse uno de sus poco frecuentes baños. Conocía el peso de la corona, que había pesado en una balanza en su casa. Si lograba medir el volumen del objeto de forma irregular, podría calcular su densidad (el peso por unidad de volumen). Arquímedes sabía también que los metales tienen densidades distintas y que la del oro es aproximadamente de 19 g/cm³, mientras que la de los otros metales más comunes es mucho menor: 11 la del plomo, 9 la del cobre y 10 la de la plata, por ejemplo. Por la densidad, sabría de inmediato si el oro era puro o no.



El escollo para Arquímedes era cómo medir el volumen de la corona. Al meterse en la bañera, se derramó algo de agua por el borde: entonces tuvo la inspiración que cambiaría por completo la forma de concebir la medición del volumen. Cuando se introdujo en el agua, su cuerpo había desalojado parte de ella, y Arquímedes comprendió que todo "cuerpo" sumergido en un líquido desplazaría un volumen de este igual a su propio volumen. Entusiasmado, salió de la bañera de un salto al grito de ¡Eureka! y corrió hasta su casa desnudo. Allí llenó un cubo de agua y sumergió la corona colgada de un hilo, derramando así parte del líquido; luego la sacó y midió la cantidad de agua necesaria para volver a llenar el cubo hasta el borde: ese era el volumen de la corona. Así pudo calcular su densidad, que resultó ser muy inferior a la del oro puro. El fraude quedaba demostrado, pero lo realmente importante era la novedad en la forma de medir el volumen.